HACIA UNA AUTÉNTICA
EDUCACIÓN SEXUAL
CARDENAL
ALFONSO LÓPEZ TRUJILLO
Hoy se reconoce la importancia que reviste una auténtica
educación sexual. El problema radica en la modalidad ofrecida, en los contenidos
y en la manera que ha de ser tenida en cuenta la edad y el desarrollo de los
niños y los adolescentes que la reciben. Además, y es otro tema que conviene
afrontar, no se puede dejar de lado la pregunta: ¿A quiénes corresponde impartir
tal educación: al Estado, a los educadores, a la familia? Es preciso reconocer
que al respecto no hay propiamente claridad y que entre muchos padres de
familia, incluso católicos, reina un cierto desconcierto, a veces sobre sus
derechos y capacidad para cumplir esta tarea, y especialmente en relación con la
educación sexual que se imparte en las escuelas y colegios, no siempre por ellos
conocida, y en el caso de que se conozcan los métodos y contenidos, no siempre
por ellos acompañada o aceptada.
La cuestión de la educación sexual reviste mayor
complejidad debido a que, en cuanto a los contenidos y la evaluación moral de
los mismos, media, en general, un abismo de diferencia, entre la educación que
brindan o hasta imponen los gobiernos, a través de los Ministerios de Educación
o de Salud, según las circunstancias, y la que la Iglesia desearía, no sólo para
sus fieles, sino para todos los que la reciben. La educación es expropiada de la
familia[*].
Además, no habría razón para ocultarlo, no son en muchos
casos convergentes las posiciones y las exigencias que provienen del Magisterio
de la Iglesia y las hipótesis que ponen en circulación algunos teólogos, por
fortuna pocos. En relación con ciertas posiciones reñidas con la enseñanza de la
Iglesia suele haber más aproximación con los contenidos y los métodos empleados
por quienes imparten un tipo de educación sexual, más restringido a lo genial y
al riesgo de enfermedades sexualmente transmitidas, en lo cual ponen el énfasis,
dentro de una tónica de permisividad que impresiona, que con lo que las familias
cristianas, con todo derecho, esperan y desean para sus
hijos.
El Pontificia
Consejo para la Familia, desde hace tiempo había sido interpelado por
innumerables padres de familia, movimientos apostólicos, grupos, organizaciones,
preocupados por la confusión reinante, no obstante un conjunto de esfuerzos
válidos emprendidos en numerosos casos por las Conferencias Episcopales. Sin
embargo, no son del todo excepcionales los casos en los cuales las mismas
Conferencias Episcopales o algunos Obispos han sido sorprendidos, literalmente
asaltados en su buena voluntad, cuando han visto cuál era el tipo de educación
sexual que se impartía en sus propios países y Diócesis, y en algunos casos
incluso manipulando de alguna manera el nombre de la Iglesia.
No siempre ha estado presente un deseo de atenta
información y un sano sentido crítico cuando se han empezado a ensayar algunos
textos o a poner en acción algunos criterios y en el diálogo con las mismas
autoridades puede haber ocurrido que no se hayan asesorado
convenientemente.
La respuesta, después de un trabajo paciente de algunos
años, es el documento intitulado Sexualidad humana: Verdad y Significado,
que con fecha de 8 de diciembre de 1995 ha sido publicado por nuestro
Dicasterio, en un campo que le es de su clara competencia. Naturalmente este
documento que ha sido muy bien recibido, en primer lugar por quienes son
estudiosos de estos temas y por quienes están más comprometidos en esta materia,
y en un caudal impresionante, por los padres de familia, no ha de ponerse en
contradicción sino en complementariedad con otros documentos de la Santa Sede.
Es una nota peculiar a nuestro documento lo que se subraya en el subtítulo:
Orientaciones educativas en familia. Y esto ya muestra un derecho
fundamental que le asiste a la familia, como comunidad primera responsable de la
educación de los hijos, de asumir su específica responsabilidad, que no puede
ser delegable plenamente, en un campo tan fundamental, que marca la existencia
para toda la vida.
Conviene recordar algunos literales del Artículo 5 de la
Carta de los Derechos de la Familia, de la Santa Sede (del 22 de octubre
de 1983), documento que fue explícitamente solicitado por el Sínodo de la
Familia (de 1980), para ver cuál es la razón por la cual el Pontificio Consejo
para la Familia ha emprendido la tarea de profundizar en este campo: “Por el
hecho de haber dado la vida a sus hijos, los padres tienen el derecho originario
e inalienable de educarlos; por esta razón ellos deben ser reconocidos como los
primeros y principales educadores de sus hijos”.
Después de subrayar que “los padres tienen el derecho de
educar a sus hijos conforme a sus convicciones morales y religiosas...” (Lit.
a), la enseñanza se hace más concreta en relación con la educación sexual.
Transcribamos todo el literal C: #Los padres tienen el derecho de obtener que
sus hijos no sean obligados a seguir cursos que no están de acuerdo con sus
convicciones morales y religiosas. En particular, la educación sexual –que es
un derecho básico de los padres- debe ser impartida bajo su atenta guía,
tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por ellos”.
Ha de quedar bien en claro que no hay oposición entre la educación sexual en los
colegios, sobre lo cual la Congregación Para la Educación Católica había
publicado un documento: Orientaciones Educativas sobre el amor humano
(del 1 de noviembre de 1983), y el documento nuestro. La educación sexual, bien
entendida, debe hacerse “bajo la atenta guía” de los padres, incluso
cuando es impartida en las escuelas. En ningún caso la Iglesia puede resignarse
a la expropiación del Estado o de Instituciones.
La Encíclica Evangelium vitae retorna sobre la
importancia de la educación sexual. Y lo hace precisamente después de los
números en que recuerda la “decisiva responsabilidad de la familia”,
“determinante e insustituible” para la formación en la cultura de la vida (n.
92), y de recordar cómo tal formación se imparte por medio de la educación, en
sus distintos aspectos y pasos, comenzando por la formación de la conciencia
moral y el descubrimiento del vínculo constitutivo entre libertad y verdad (cfr.
N. 96), puntualiza: “a la formación de la conciencia vinculada estrechamente
la labor educativa, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo
introduce siempre más profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto
creciente por la vida, lo forma en las justas relaciones con las personas. En
particular –enfatiza la Encíclica-, es necesario educar en el valor de la vida
comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se debe
construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes
a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su
verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad, riqueza de toda
la persona, “manifiesta su significado íntimo de llevar a la persona hacia el
don de sí mismo en el amor”. La banalización de la sexualidad es uno de los
factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente:
sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir
de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica
educación de la sexualidad y del amor, una educación que implica la
formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la persona y
la capacita para respetar el significado “esponsal” del cuerpo (E.V. n. 97).
Este aparte puede justificar, en amplia medida, el título de nuestro documento.
El Magisterio ha enriquecido notablemente todo lo
relativo a la familia, a sus derechos. Hay tres documentos básicos,
estrechamente ligados entre sí, que representan como fundamento del documento de
nuestro Dicasterio sobre la Sexualidad Humana. Son la Exhortación Apostólica
Familiaris consortio, La Carta a las familias (Gratissimam sane) y la
Encíclica Evangelium vitae. Constituyen la columna vertebral de nuestro
servicio en la Curia Romana. Naturalmente resultó muy conveniente esperar a la
publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, con tantas luces sobre
la Familia y el tema que nos ocupa, lo mismo que la publicación de la Encíclica
Veritatis splendor, porque el conjunto de esta enseñanza es fundamento de
nuestro aporte, fruto además de la ayuda de expertos en la materia y del diálogo
que medió para su elaboración. Por último, Sexualidad Humana (en adelante
citaremos S.H.) está en plena convergencia con el reciente documento del
Pontificio Consejo para la Familia, Preparación al sacramento del
matrimonio. La mejor preparación para sumir las responsabilidades en la
pareja, delante de Dios y de la sociedad, es precisamente todo lo que se recibe
de la familia de donde se procede, es decir, la preparación remota, que implica
la educación recibida, comprendidos aspectos básicos de la educación sexual, a
través del ejemplo de los padres, de su recíproca entrega gozosa y responsable,
así no se hubiera transmitido siempre (y en muchos casos hubiera estado incluso
ausente) una educación sexual más de tipo informativo.
Después de las Conferencias Internacionales de El Cairo,
sobre Población y Desarrollo, y de la de Pekín, sobre la Mujer, se comprende
mejor la importancia del tema y todo lo que está en juego. En esas Conferencias,
sobre todo en los textos preparatorios, abundaron los conceptos ambiguos que
tienen que ver con una distorsionada educación sexual, en la que su auténtico
significado ha sido sistemáticamente olvidado. En esas batallas es evidente el
eclipse de todo lo que comporta la Cultura de la vida, desde sus raíces,
es decir, desde la misma concepción del sexo, de las fuentes de la vida, de la
verdad de su lenguaje esponsal y su relación con el amor, la familia y la misma
sociedad. Los términos que se utilizaron y que se buscó a toda costa imponer,
como una especie de nueva moral, o como elementos centrales de un nuevo
estilo de vida, según la denuncia del Santo Padre, llevaban una carga de
ambigüedad y de manipulación de un lenguaje sugerente que respondía a la
realidad de ciertos contenidos. Así la “expropiación” se volvía sustitución e
invasión, al procurar generar nuevas actitudes. Expresiones como
“derechos sexuales”, “salud reproductiva”, “planeación familiar”, eran
entendidas y usadas en un modo individualista, al margen del amor, de la
responsabilidad en el matrimonio y en la familia, frecuentemente fuera del
conocimiento de los padres, con una serie de elementos convergentes hacia una
banalización del sexo, reducido a lo meramente genital y a los riesgos de salud,
comprendido entre ellos la concepción y con los presupuestos (que no lograron
todo el suceso) de introducir incluso el crimen abominable del aborto como
planeación familiar o como instrumento de control
demográfico.
En cierta forma podríamos decir que la “batalla de El
Cairo”, fue también la batalla de la auténtica educación sexual, de sus
criterios, de su significación. La “expropiación” de los derechos educativos de
la familia se intentó hacer en el plano internacional. En el fondo, se daban por
descontados los presupuestos, como si fueran pacíficamente compartidos, de los
mitos de la sobrepoblación y expresiones como las que hemos recordado estaban al
servicio del control de la población a toda costa y por todos los medios.
Naturalmente partiendo desde las raíces, de una antropología subyacente, desde
la cual la verdad del hombre y de la mujer y el significado de la sexualidad y
de su lenguaje son ofuscados. ¿No es ésta la lucha que, por otra parte, se está
dando en muchos de los países del mundo? El mismo evidente interés que dan a las
campañas pone de presente la trascendencia de lo que está en juego. No es algo
secundario.
Si bien hay otros muchos aspectos que son de primera
importancia en el campo educativo, como la transmisión de los valores humanos y
cristianos, la educación sexual representa algo fundamental, que da el tono, el
rumbo y el colorido a la manera de ser hombre y mujer, y que está ligada a la
dignidad de la persona humana. Es, por tanto, uno de los campos más conflictivos
de una batalla antropológica, o, para emplear la expresión del Santo Padre,
la del estilo de vida.
Lo fundamental es, pues, establecer los criterios de una
auténtica educación sexual. Se trata de una sexualidad humana, referida a
personas humanas, por lo cual no puede estar ausente una cimentación
antropológica, que por una parte no la confunde o reduce a lo meramente
instintivo, a pulsiones de la líbido no sometidas a una voluntad libre. Se
conocen las conclusiones apresuradas de ciertos estudios que dan el paso de los
comportamientos en los animales a la sexualidad humana. Se ha hablado del
“hombre neuronal” (Changeaux), en un tipo de cientismo, de positivismo que se
limita a definir al hombre como capacidad de sentir dolor o placer, sin
establecer otras diferencias con el mundo animal. Sería muy oportuno distinguir
con claridad entre necesidades e instintos. No se puede establecer una
identidad entre necesidades e impulsos sexuales. Estos poseen una anatomía y una
fisiología propias y poseen una finalidad de relación social, de la cual la
familia es el núcleo original. Además, los instintos no pertenecen al
orden biológico, sino al psíquico, o sea, no son mecánicos y automáticos, sino
que son excitados por factores vitales preconscientes o conscientes (cfr. Darío
Composta: “Natura e ragione”, Zurigo 1971, pp. 139, 157). Es un error de algunos
“etólogos” (que estudian la ciencia de los instintos) no distinguir entre
instintos animales e instintos humanos. Entre los instintos humanos sobresale la
“libidine” o “concupiscencia”. La líbido es un instinto específicamente humano y
no animal. Comenta este conocido autor italiano: “La líbido es genial, plástica,
y siempre actual a diferencia del instinto animal que es monótono,
autorregulado, no inventivo, repetitivo. Al contrario, la líbido, objeto de
regulación humana, no conoce ni límites, ni estación, ni estilos estereotipados
de realización”. El hombre tiene también una capacidad de violar el sentido y la
verdad del sexo y, en tal sentido, Aristóteles hablaba del hombre como un
“animal maldito” (en la política) y Aristófanes aludía al “éxtasis” de la
gratificación, sino a la “locura” más vinculada al carácter destructivo de un
sexo desorientado y desaforado.
No es tampoco el hombre una especie de máquina
programable, con una especie de instalación más, por perfecta que sea. Hay, a la
base, un materialismo rampante que mutila la misma capacidad de la libertad y
arroja al hombre en los brazos del determinismo: El hombre no tendría defensas
ni posibilidades en medio de las turbulencias sexuales o sometido a las
presiones, cada vez más invadentes, que viene de las sociedades en las que se
vive. La del hombre es una sexualidad referida a la persona, que la compromete.
El sexo no es como algo externo a la persona misma, concepción que conduce la
banalización, pues la variedad de conductas no afectarían a la persona. La
sexualidad no es algo externo sino que se refiere al núcleo íntimo de la
personalidad. Es algo que progresivamente se va descubriendo en forma más
completa. Ya la Exhortación Apostólica Familiaris consortio observaba:
“La sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico,
sino también en el psicológico y espiritual, con su huella consecuente en todas
sus manifestaciones” (F.C. n. 11). “La sexualidad es un elemento básico de la
personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los
otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano” (Orientaciones Educativas
sobre el amor humano, Congregación para la Educación Católica, n.
4).
Tan sólo es dable ahora recordar algunos aspectos del
sentido de la corporeidad, observando que el cuerpo no debe ser
considerado una especie de objeto material, pues hace parte de la entera vida
personal, de la manifestación del yo. Es cuerpo unido al espíritu. El hombre es
espíritu encarnado y cuerpo espiritualizado, entendiendo bien la formulación, y
de esta manera hace parte del entero sujeto. Es un cuerpo vivido,
expresión también y vehículo para ello, de la vida interior del YO. En tal
sentido, el cuerpo es encarnación del yo, por el cual se puede vivir la historia
en el tiempo y en el espacio... lleva un patrimonio de dones que fija en la
historia. Es básica en una ajustada visión antropológica acoger y ahondar en la
concepción hylemórfica (no dualística) según la cual la persona humana está
constituida por el alma y el cuerpo.
El cuerpo es humano precisamente porque es animado por
un alma espiritual y de él recibe su unidad, su coordinación, su armonía. De
esta unión substancial proviene la unidad de la actividad humana. Si Santo Tomás
está ligado para la historia a esta fundamental e irremplazable antropología,
hay una serie de aportes más recientes que, bien interpretados, representan un
enriquecimiento importante. De esta manera Gabriel Marcel puede expresar que “yo
soy mi cuerpo” (no solamente cuerpo, evidentemente), pues como observa “lo que
es propio de mi cuerpo es no existir separadamente solo, es no poder existir
solo”. El filósofo francés incursiona también en la función de mediación social
del cuerpo. Se puede “estar con otros”, estar abierto a otros por la corporeidad
y su lenguaje: es cuerpo es “presencia” frente a los otros, es síntesis y
memorial del pasado, del presente y del futuro en relación con los otros, todo
lo cual comporta el recíproco reconocimiento como persona y la posibilidad de
comunión (Homo Viator). Maritain podrá expresar respecto de la unidad
substancial del cuerpo y del alma, que en algunos casos ha querido ser relegada
como si fuera de menor importancia: “Todo elemento del cuerpo es humano y existe
como tal, en virtud de la existencia inmaterial del alma humana. Nuestro cuerpo,
nuestras manos, nuestros ojos existen en virtud de la existencia de nuestra
alma” (Metafísica e morale).Como oportunamente advierte Elio Sgreccia, los
aportes de la filosofía contemporánea son de gran valor, siempre y cuando no se
ponga en tela de juicio la estructura ontológica de la persona (Manuale de
Bioética, Vol. I, Vita e Pensiero, pg. 138). Se aduce, además, como un posterior
enriquecimiento, la distinción en la lengua alemana entre Körper (el
cuerpo orgánico, objeto de estudio) y el Leib (cuerpo vivido, sujeto de
la vida y de la relación). Por todo ello la vida física es un valor fundamental.
Es también el cuerpo manifestación (epifanía), en la fuerte connotación griega,
lenguaje.
Hay un lenguaje constitucional de la sexualidad, como
estructura de la naturaleza y no algo “socialmente constituido”. El ser del
hombre, su yo, y por tanto el cuerpo, no es una especie de “espacio flotante”,
sin fijación, sin áncora, como si fuera tan sólo disponibilidad, por tanto
manipulable por los demás, por la sociedad. La sexualidad es instrumento de un
lenguaje de complementariedad que tiene su lugar propio en el matrimonio, por
ello es manifestación, lenguaje esponsal, conyugal. Así expresaba esta verdad el
Santo Padre en Kampala, Uganda, 1993: “Los gestos son como palabras que revelan
lo que somos, los actos sexuales son como palabras que revelan nuestro corazón
(...). Dar vuestro cuerpo a una persona es entregarse enteramente a esta
persona”. Esta consideración abre los horizontes al lenguaje esponsal,
conyugal.
Lo fundamental en relación con la educación sexual es
integrar la sexualidad en la persona, en el amor, el amor en el matrimonio,
el matrimonio en la familia, la familia en la sociedad. Romper esta cadena
articulada es atentar contra la verdadera educación que es nociva al ser humano,
a la sociedad y que corresponde no a una realización del amor sino a una
traición. Cuando el amor verdadero es traicionado, la víctima es la misma
persona.
¿Qué es, pues, educar en un auténtico sentido de la
sexualidad? Recordemos, en primer lugar, que los progenitores no son meros
reproductores. Habría que purificar el lenguaje, de tal manera que se hable
mejor de procrear y no de multiplicarse, producir, reproducir, etc. Son padres.
Son educadores para ser padres. El Santo Padre, en la Carta a las Familias,
Gratissimam Sane, observa: “Este deber de la educación familiar de los
padres es de tanta trascedencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse.
Es, pues, deber de los padres, crear un ambiente de familia (...). Los padres
son los primeros y principales educadores de sus hijos, y en este campo tienen
una competencia fundamental: son educadores por ser padres...” (Gr.S.
n.16).
Educar no es meramente informar. Abundan hoy las
informaciones sexuales, de todo tipo, no siempre dosificadas y respetuosas del
desarrollo evolutivo de los niños y adolescentes. Sobra advertir que las mismas
informaciones que se ofrecen no deben ser sesgadas, parcializadas, de tal forma
que sean vehículo de ciertos comportamientos. Como si los niños necesitaran para
satisfacer sus inquietudes una especie de tratados de ginecología... Educar es
formar, dar criterios, encarnar valores, afianzar
principios.
Con sobrada razón observa una atenta investigadora: “Ni
siquiera la información puede ser fría y aséptica transmisión de noticias, sino
que debe ser portadora de un mensaje: en otras palabras, la información, además
de dar respuestas biológicas, debe ofrecer respuestas éticas, o sea aclarar
ulteriormente el por qué de un comportamiento más que de otro”. (María Luisa Di
Pietro, Revista Identità Cattolica, p. 32).
Nuestro documento advierte acerca de dificultades de
carácter ambiental y cultural, particularmente en relación con una mentalidad
positivista, que provoca actitudes utilitaristas. Citemos el texto
correspondiente: “El utilitarismo es una civilización basada en el
producir y disfrutar, una civilización de las “cosas” y no de las “personas”, en
la que las personas se usan como si fueran cosas” (Gr. S. N. 13). Y esta
mentalidad la refiere expresamente a “ciertos programas de educación sexual
introducidos en las escuelas, a menudo contra el parecer y las mismas protestas
de muchos padres” (Ibid.).
Nos hallamos frente a dos problemas de primera magnitud.
Por eso el Papa invita, como algo necesario, a que “los padres (...)
reivindiquen su propia tarea y, asociándose, donde sea necesario o conveniente,
ejerzan una acción educativa fundada en los valores de la persona y del
amor cristiano, tomando una clara posición sobre el utilitarismo ético”. (Gr.S.
n. 16).
Hoy muchos padres temen educar, eluden esa
responsabilidad, se sienten incapaces de ser educadores (y por tanto de ser
verdaderamente padres). Es un temor que hot denuncian con fuerza los
especialistas. Experimentan desgano y hasta pavor de inculcar valores,
principios, de corregir. Y como muy bien denuncia el profesor Tony Anatrella,
incurren en la confusión de pensar que respecto de los hijos concierne utilizar
la metodología usual de parte de psicólogos y psiquiatras para el tratamiento de
sus pacientes, en la cual no se dirige, no se orienta, y se busca la terapia por
medio de catarsis que privilegia el escuchar... Educar no es una acción
terapéutica. El “counseling” no debe confundirse con el vacío de enseñar,
formar, corregir. Me parece que este temor de educar, como si fuera lesionar la
libertad, está bastante ligado a lo que un psicólogo, en un libro bastante
difundido, califica como el síndrome de Peter Pan. El autor es Dan
Kiley. El subtítulo lo dice todo: Esos hombres que han rechazado crecer (en
el sentido de madurar). Han elegido ser niños, “niños maravillosos”, como
responde Peter al Capitán Crochet. Evitan crecer como hombres y ese deseo lo
sintetiza Peter Pan en el diálogo con la señora Darling así: “No quiero ir a la
escuela para aprender cosas serias. No ha nacido aquel que me atrapará, señora,
para hacer de mí un hombre. Quiero permanecer un muchacho toda la vida, para
divertirme”.
Este complejo se ha extendido bastante con la
complicidad, por omisión, de los padres, que se niegan a cumplir su papel de
educadores, y eso tiene serias consecuencias en todos los campos, desde luego
también en un vacío de verdadera educación sexual, a la que se refiere el autor
en varios apartes.
Otro aspecto importante es encontrar la verdad,
la profunda significación del sexo en relación con el amor. Nos hallamos en un
campo fundamental de la verdad del hombre, de la antropología. Porque el
sexo desligado del amor responsable, oblativo, abierto al otro en el don de sí
mismo, como lo hemos recordado en ese lenguaje articulado, del cual hablaba el
Santo Padre en Kampala, pierde su expresividad, su comunicación y se vuelve
mentira. La verdad del sexo está unida a la verdad del hombre y ceñida a su
naturaleza. No se comprende la razón de la desconfianza visceral que algunos
moralistas sienten frente a la ley natural, la cual o desconocen o debilitan,
mientras dan amplio cauce a la maleabilidad de la persona en la influencia, en
los engranajes sociales. El hombre sería eminentemente maleable (antes
recordemos aquello de “espacio flotante”, expresión de G. Lipovtsky), hasta la
afirmación de Margaret Mead: “la naturaleza humana es eminentemente maleable,
obedece fielmente a los impulsos que le comunica el cuerpo social...”
(Moeurs et
sexaulité en Océanie, Plon, 1969, p. 252). Y no se dan cuenta cabal que esa “maleabilidad”, que se
vuelve negación de la naturaleza del hombre, puede conducir a modalidades de un
sexo-mentira. Al respecto no es particularmente clara la posición de un
autor que se expresa así: “Consideramos la pertenencia a un sexo como un hecho
inmutable, una verdad eterna. (...) Sólo recientemente se ha comenzado a
apreciar la complejidad de nuestro sexo biológico. Nos damos cuente que en
diferentes culturas se encuentran concepciones divergentes sobre la identidad
masculina y femenina”. El autor reconoce, “contra la tendencia, típica del
subjetivismo moderno, de desligar al individuo de la normativa ínsita
(inherente) en la naturaleza, la ética cristiana repropone constantemente el
valor de la “ley natural”. Pero advierte, siguiendo de cerca de B. Häring quien
sostiene que “además de la cultura, por natuarleza, hay también el ‘natural por
cultura’ –(no sabe uno hasta qué tipo de planteamientos)- una contribución
peculiar de la antropología cristiana hay que verla en el ámbito de la revisión
de los comportamientos ligados a los estereotipos sexuales” (Corso di Morale,
Diakonia, Etica della persona, Vol. II, Queriniana, pp. 71, 72). El autor del
aparte dedicado a la Corporeidad es Sandro Spisanti. Esto tiene bastante que ver
con el problema del "género" (del “gender”), que representaba una
preocupación en la Conferencia Internacional de Pekín sobre la Mujer, por el uso
ambiguo con el cual era presentado, ¿Qué significa, concretamente, ese deseo de
revisar “estereotipos sexuales”?
Lo que en todo caso no aparece con claridad y con la
fuerza de la Encíclica Veritatis splendor, tributaría de una antropología
digna de ese nombre, es la relación entre comportamiento y verdad, dentro del
lenguaje sexual. Todo parecería quedar como en el aire, de manera flotante, y
como suele ocurrir en tantos manuales de Educación Sexual, las elecciones serían
libres, en relación con toda clase de experiencias que favorecerían el
conocimiento y hasta la maduración... Llama la atención el recurso, v.gr., a una
apología, ya no tan larvada, de la homosexualidad, lo cual es recogido con
alborozo por quienes aprobaron la Recomendación en el Parlamento Europeo de los
derechos de las “parejas homosexuales”, que si bien –lo reconoce- no son ni
pueden ser matrimonio, deben gozar, en su concepción, de los efectos civiles
reconocidos al matrimonio, o en relación con la posibilidad de adoptar, contra
las premisas lógicas de acuerdos internacionales. En estos casos se ve,
nuevamente, la importancia decisiva de una visión auténtica antropológica, sin
la cual el mismo diálogo se torna en extremo difícil, pues todo es referido a un
pragmatismo carente de criterios morales. Estamos en el corazón de la sexualidad
humana como verdad.
La confusión actual hace el diálogo difícil. Sin
embargo, hay rastros de que ciertos criterios no están ausentes en tribus bien
primitivas, en contraste con los vacíos de una “cultura” de espaldas a la
naturaleza y a la ética. Y en una verdad que implica una antropología
subyacente. C. Lévi-Strauss observa prácticas homosexuales en algunas tribus,
pero advierte también, en relación con una de ellas, los Nambikwara, que a estas
conductas les dan el nombre de “Tamindige Kihandige”, que significa
amor-mentira, con lo cual, comenta un moralista, se muestran más maduros
que ciertos etnólogos (v.gr. Margaret Mead) (cfr. La Famille, Des sciences à
l’étique. Ed. Bayard, pp.
262-263).
En muchísimos textos hoy se defiende precisamente un
amor-mentira, como si fuera una verdad, como cimentado en el vacío (que
es el concepto genuino de vanidad: la inconsistencia), como algo digno
del hombre, útil, como una liberación. Se olvida en tal caso la relación
fundamental entre verdad y libertad. La ausencia de verdad no puede sino
producir esclavitud, postración. Si hemos dado como subtítulo al documento de
nuestro Dicasterio “Verdad y significado” es porque en esto radica la médula
del problema y de la discusión.
Abundan interpretaciones que cubren u ofuscan la verdad,
en nombre de la necesidad de recurrir a un diálogo para el cual se vaya con la
idea de que no se posee un peso argumentativo, un contenido serio, una verdad. O
se esfuma la verdad en la interpretación de la libre conciencia, de tal manera
que no prestarse a la renuncia de criterios y de principios que no pueden ser
objeto de transacción, se haga pasar como postura intransigente, dogmática. Como
si la sociedad, como si las familias, no tuvieran derecho a conocer la verdad
que nos llega por el Magisterio de la Iglesia o por la luz de una razón no
sometida a recortes y acomodaciones.
Permitidme transcribir un texto, particularmente
iluminante, sobre la materia que tratamos, del Santo Padre, y que se introduce
con la denuncia de una “enfermedad mortal”, como lo es la indiferencia hacia la
verdad. Ocultar la verdad es una grave enfermedad del espíritu. Señala los
síntomas de esta enfermedad: “La indiferencia hacia la verdad se manifiesta, por
ejemplo, en el retener que la verdad y la falsedad, en ética, sean solamente uan
cuestión de gustos, de decisiones personales, de condicionamientos culturales y
sociales, o que sea suficiente hacer lo que pensamos, sin preocuparnos
ulteriormente en saber si lo que pensamos sea verdadero o falso (...) Si una
persona es indiferente, en el sentido antes dicho, a la verdad... terminará,
tarde o temprano, por confundir la lealtad a la propia conciencia con la
adhesión a cualquier opinión personal o a la opinión de la mayoría” (Juan Pablo
II, Audiencia de 24 de agosto de 1983). Se niega la verdad y la significación de
la sexualidad humana de muchas maneras. La separación drástica, llena de
consecuencias negativas, es la separación del sexo del verdadero amor que ha de
ser un amor responsable, generoso, capaz de verdadera donación, un amor
oblativo, no egoísta, abierto a la vida. No se puede separar el amor del
significado procreativo, como lo ha subrayado valerosamente la Encíclica
Humanae vitae.
El lenguaje auténtico de un amor requiere que su
ejercicio sea la unión estable, responsable, de la pareja en el matrimonio, base
de la familia. El matrimonio, que funda la familia, consiste, según Santo Tomás,
en “una unión ordenada de personas, producida por el mismo consentimiento” (S.
Th. III, 45, 2; cfr. G.S., 47, 48,50), y supone el respeto de sus propiedades:
unidad e indisolubilidad, propios de una verdadera comunión de amor y de vida.
El consentimiento supone la estructura del matrimonio. Hay una red de
fines tendientes a realizar la comunión en la íntima condivisión de la
existencia, en el amor recíproco, en la procreación, en la educación de los
hijos. Las notas que la Humanae vitae señalaba acerca del amor, de un
amor total, exclusivo, responsable, fiel y fecundo, con el peso que cada uno de
estos calificativos conlleva, le dan a la sexualidad su dimensión de dignidad y
de grandeza y lo preservan de la “banalización” de tal forma que la educación de
la sexualidad es una educación en el amor y del amor que implica la formación de
la castidad (cfr. E.V. n. 97).
P. Ricoeur advierte oportunamente acerca de la
banalización que, en su expresión, hace del sexo algo sin significación,
insignificante: “el levantamiento de los entredichos sexuales ha
producido un curioso efecto que la generación freudiana no había conocido, la
pérdida del valor a causa de la facilidad: lo sexual vuelto próximo, disponible
y reducido a una simple función biológica, se vuelve propiamente insignificante”
(La maravilla, lo errático, el enigma, citado en Práxis Cristiana,
vol. 2, Opción por la vida y el amor. Madrid, Ed. Paulinas, p. 275). Meyer, con
razón, advierte que en ese movimiento pendular en el que se pasó del tabú, del
miedo, del rigorismo, a la revolución sexual, nacen evidentes peligros: “La
oleada sexual, en la medida en que suprima tabúes..., va a implantar nuevas
dependencias y nuevos tabúes” (Consecuencias de la “destabuización
sexual”, en “Selecciones de Teología”, 11 (1972), 359). Comenta un
autor: “Los mitos actuales han rebajado el sentido de la sexualidad hasta
despojarla de todo contenido humano como si fuera un simple fenómeno zoológico o
una vulgar forma de entretenimiento y diversión”. El hombre sería un “mono
desnudo”. Esto provoca una cultura de la muerte. Un sacerdote empeñado en la
pastoral universitaria, me comentaba la dificultad que encontraba para que
muchos entendieran el lenguaje de la Iglesia, pues han sido absorbidos por una
permisividad que –era su expresión- les había como matado el corazón. Por
fortuna hay también signos de acogida y de positiva dignificación de un sexo
responsable, en un amor generoso.
Desafortunadamente la sociedad no colabora para que
exista una ecología humana, para que se evite la polución de los corazones
y se respire el aire puro en el cual, con sólidos principios morales, pueda
educarse integralmente la niñez y la juventud. La banalización del sexo conduce
a los peores efectos que la sociedad no puede ocultar. Retornando al “síndrome
de Peter Pan”, bastaría considerar el caudal de conflictos que se crean respecto
de la sexualidad, y del mismo papel que el sexo desempeña (cfr. op.cit.,
pp. 41, 42). Hay una serie de conductas, de “concesiones”, como el desprecio de
la virginidad, como si fuera algo superado, que lejos de no tener repercusiones
en el desarrollo de la personalidad la afectan en su núcleo vital y comprometen,
en buena parte, el futuro y la misma felicidad, comenzando por la que es dable
conseguir en la historia y en el tiempo. Las primeras víctimas de una verdadera
educación, que se ha llamado “la abstinencia educativa”, son los mismos jóvenes,
cuyas vidas pierden espesor, y es la misma sociedad, que se desgarra las
vestiduras cuando ya es tarde, cuando han ayudado a provocar, con la complicidad
de los medios de comunicación, una atmósfera de permisividad que prepara el
desenfreno. Habría que ver todo lo que ha comportado la “revolución sexual”,
provocada entre otras cosas por una mentalidad contraceptiva que ha encontrado
su mayor incentivo con la revolución de la píldora, es decir de medios
artificiales de contracepción (los anovulatorios), que van incrementándose y
borrando las fronteras, como es sabido, entre la contracepción y el mismo
aborto, como el Santo Padre lo recuerda en la Evangelium vitae (n.
13).
Se olvida la verdad del sexo cuando la sociedad se
vuelve permisiva, cuando las familias son obstaculizadas en la educación de los
hijos, cuando la pornografía se introduce por medio de la televisión en los
hogares. En una palabra, cuando se impone un estilo de vida. Esa
permisividad asume el relativismo. Me ha parecido bien interesante una
reflexión al respecto, que proviene de un agnóstico, pero atento observador de
la sociedad, el premio Nobel de literatura Octavio Paz: “Hoy triunfa un
relativismo universal. El término es contradictorio: ningún relativismo puede
ser universal sin dejar de ser relativismo. Vivimos en un contradicción lógica y
moral (...). Aparte de su intrínseca debilidad filosófica es una forma atenuada
y en cierto modo hipócrita del nihilismo... Una sociedad relativista que no
confesa que lo es, es una sociedad envenenada por la mentira, un veneno lento
pero seguro...”. Pensaría en el veneno que, bajo la forma de permisividad,
se destila en ciertas formas de educación sexual. Oigamos la reflexión, al
respecto, del escritor mexicano cuando habla de una “superstición ante el sexo”.
“Una cara de la moralidad norteamericana (y no es limitada a esta nación) es la
libertad de las costumbres (permisiveness) y la otra los aspavientos públicos
ante grandes o pequeñas transgresiones sexuales de sus políticos. El puritanismo
convive con el libertinaje gracias al puente de la hipocresía...”. (Octavio Paz,
Itinerario, Fondo de Cultura Económica, pp. 206,
190).
No es el caso de seguir paso a paso el desarrollo de la
“revolución sexual”, preconizada por Wilhem Reich, quien oponía a la regulación
del instinto por la moral (que considera patológica y caótica), “la
autorregulación por la economía sexual”, que consiste en el rechazo de toda
norma absoluta, que es represión de la familia y de la sociedad. Al rechazar
todo lo que repruebe el adulterio, la poligamia, la infidelidad, se llega a la
terrible conclusión de que “el amor es un féretro cuando sobre él se funda una
familia”. (cf. N. Mailler, Il prigionero del sesso, Bompiani, Milano,
1971, p. 130).
Se niega así la verdad del sexo en el matrimonio y en la
familia, que era una sólida adquisición, o patrimonio cultural, fundado sobre el
ser del hombre, reconocido como tal a lo largo de los siglos, con la distinción
entre una relación sexual responsable, que la sociedad ha de proteger y
enaltecer, en el matrimonio, cimiento de la sociedad, y el sexo aventurero,
ocasional, que se inscribe en otro ámbito.
En el matrimonio, el amor, expresado en el lenguaje
sexual, no es féretro sino fuente y la familia es cuna de la vida. El sociólogo
Giorgio Campanini escribe: “Hay en todas las culturas dos formas fundamentales
de relación entre los sexos: las pre y extra-matrimoniales, que son puestas bajo
la etiqueta de lo ocasional, y aquellas que se orientan hacia la estabilidad y
dan lugar a una unión que se prolonga en el tiempo. El matrimonio signa como
regla el paso institucional de una relación sexual, existente o proyectada, que
tiene la característica de ocasional, a una relación que tiene, en cambio, la
característica de duradera en el tiempo. Y este segundo grupo de relación es el
que se coloca en el área de la familia”. (Realtà e problema della famiglia
contemporanea. Edizioni Paoline, Torino 1989, pp. 12-13). Lejos de la verdad
reina la idolatría y el sexo no se pone al servicio del hombre y de la mujer, de
la familia y de la sociedad, sino que se vuelve un ídolo que tiraniza, aunque
esa forma de esclavitud, ese “proyecto de civilización”, parezca útil, pues
atiende a la búsqueda de sí mismo, pero en una dimensión torcida. La idolatría
sexual parte de un modelo falso, que se busca imponer: invade los espíritus en
una búsqueda angustiada del placer, por los caminos de la asunción de una
sexualidad inmadura, de una sexualidad infantil. Es un magnífico aporte
de psiquiatra Tony Anatrella. Ya Freud abogaba por una sexualidad
altruista, en la que la otra persona debía estar presente, en contra de
las posturas inmaduras del egoísmo (con una cierta equivalencia al amor
oblativo). Un “yo” encerrado en él mismo, o un “egoísmo entre dos”,
empobrecen.
La madurez sexual se liga al deseo de acceder a la
paternidad. Todo lo contrario, desde luego, de una sexualidad infantil en donce
se privilegia la “pulsión” por ella misma y no se incorpora en una dimensión
relacional, con sentido de responsabilidad. Permitidme la digresión: ¿Una
sexualidad inmadura no nos pone ya en el camino torcido de la pneurosis
contraceptiva, en donde lo que cuenta es la pulsión o repitamos la expresión del
psiquiatra francés: la búsqueda angustiada del placer, en donde el sexo asume
las características de una especie de droga... cada vez más exigente y cada vez
más frustrante? T. Anatrella ofrece este texto de Freud: “El carácter normal de
la vida sexual es asegurado por la conjunción, hacia el objeto y el objetivo
sexual, de dos corrientes: la de la afectividad y la de la genitalidad... Lejos
de ser extraña al objetivo antiguo que era el placer, el nuevo objetivo se le
parece en aquello que el máximum de placer es unido al acto final del proceso
sexual: la relación con el otro. La pulsión sexual se pone ahora al servicio de
la función de reproducción; viene a ser, por así decirlo, altruista (con el
deseo del niño)”. (Art. Los modelos sexuales contemporáneos y las orientaciones
actuales de la educación sexual. En la Revista FAMILIA ET VITA, p.
29).
Es preciso decir que la idolatría sexual tan difundida
por caminos erróneos de educación sexual tiene el defecto no secundario, de
situarse en niveles inferiores a las conquistas de la ciencia, si hemos de
reconocer en este campo, en los términos indicados, un cierto progreso en la
posición freudiana que, por otra parte, no quisiéramos exaltar
propiamente.
Hay una distinción evidente entre la búsqueda, sin
responsabilidad (luego sin verdadero amor), del mero placer, y un lenguaje de
amor que precisamente por serlo se abre a la vida, en el hogar. No es el caso de
entrar a explicar términos, a veces usados con ambigüedad. Pero conviene
recordar que se usa distinguir entre amor como “eros”, distinción ya
propuesta por Viktor Frankl, que consiste en probar el deseo de amar a una
persona en su totalidad, comprendido el uso del sexo, y una sexualidad que es el
deseo de hacer uso de los órganos genitales por puro placer, en donde la
donación no se da. El hedonismo hace del placer el fin último de todas
las acciones, como regla y norma de la misma moralidad. Es ésta la catástrofe de
una revolución sexual que no oculta su falso ideal de liberación... “Llamaremos
libre aquella sociedad en la cual vengan adoptadas sin ninguna limitación la
masturbación, los juegos sexuales entre adolescentes, el coito prematrimonial,
la homosexualidad...”. (J. Van Ussel, La repressione sessuale, Bompiani,
Milano 1971, p. 10).
La Iglesia, precisamente porque libera en la verdad, no
puede callar o acomodarse a una cultura que sepulta el amor y la dignidad y que
envenena el corazón. No se puede reducir la educación sexual a información
(además parcializada), por exclusivas preocupaciones de higiene, resignándose a
esas separaciones que traicionan el amor y la persona humana, al disociar
persona y sexualidad, actividad sexual y conyugal, conyugalidad y fecundidad (en
la neurosis contraceptiva), hasta preparar el corazón para atentar ya no sólo
contra las fuentes de la vida, sino contra la vida misma. Hay que transformar la
cultura permisiva y banalizadora en una formación, en una campaña de liberación,
en una libertad que no dé las espaldas a la verdad.
Una palabra para terminar: si nos hemos situado
prevalentemente en una reflexión ética, que se enriquece con la luz de la razón,
con los aportes de la ciencia, no podemos dejar de lado –todo lo contrario- la
riqueza de la visión que sobre la sexualidad humana ofrece la antropología
cristiana. La Revelación arroja una luz extraordinaria, desde el proyecto
original de Dios en la unión del hombre y la mujer para el misterio de la
procreación, en donde la persona humana, imagen de Dios, se pone en convergencia
con la voluntad de Dios. Por eso la educación sexual debe encaminarnos hacia una
civilización del amor, de las personas responsables en un amor comprometido, no
confundible con una sexualidad meramente pulsional, animal, que se vuelve ídolo
que esclaviza y no libera. Hemos de descubrir y de respetar en los otros,
personas humanas, amadas por Dios, que no pueden ser tratadas como cosas, y más
cuando hay mayor indefensión y cuando los otros requieren mayor cooperación para
realizarse plenamente como hombres.
No podría olvidar que hay hoy, en muchas partes del
mundo, una saludable reacción contra la erosión en curso, una reacción que se
organiza, que reflexiona, que combate por la dignidad del hombre y de la mujer,
que no se deja imponer una especie de ideología de la confusión, tantas veces
alimentada por los mitos de la sobrepoblación. Una reacción que no puede
sepultar los valores éticos y el sentido de la responsabilidad también en
relación con la conducta del hombre, con su “caminar”, en el pecado. Quisiera
terminar estas reflexiones con esta consideración de San Agustín: “Quien es
esclavo del pecado: ¿hacia dónde va? La mala conciencia no puede huir a ella
misma... ha cometido el pecado para procurarse un placer corporal; el placer ha
pasado, el pecado permanece; ha pasado lo que procura el placer, ha permanecido
el remordimiento... Cuando uno comienza a no tener pecados graves (...) comienza
a levantar la cabeza hacia la libertad; pero esto no es sino el comienzo de la
libertad, no la libertad perfecta”.
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[*] Un experto
en este campo recuerda cómo se fue gestando la sustracción de la familia y lo
que a ella corresponde del campo religioso, a ser una especie de competencia del
Estado, comprendida la educación sexual: “La monogamia, la indisolubilidad, el
fin de la procreación y de la educación de la prole, son grandes temas (de todas
las culturas y religiones –había expresado el autor-) y de las escuelas del
medievo (San Agustín había denunciado la lujuria de los paganos... Tertuliano,
el uso difundido del aborto). Sus enseñanzas durarán inalteradas hasta el siglo
XV, cuando Lutero, oponiéndose a la enseñanza común, afirmará que el matrimonio
no es un sacramento, sino un simple contrato civil y como tal colocado sólo bajo
la jurisdicción del Estado... durante la Revolución Francesa degeneró en la
introducción del divorcio: “Si, de hecho, el matrimonio es una institución
civil... el Estado puede regularlo a su gusto” (Darío Composta, SDB, “El
matrimonio y la sexualidad humana”, Revista Identità Cattolica, junio 1996, p.
29). Los padres de familia son excluidos de la educación.
La doctora María Luisa Di Pietro, investigadora en el
campo de la bioética, denuncia, con toda razón, una expropiación, respecto de la
educación de los adolescentes, ejecutada en daño de la familia. Dentro de los
“paquetes educativos” difundidos en Italia (no diferentes de otras naciones en
el mundo), hace alusión a los distribuidores de preservativos colocados frente a
las escuelas.
En Humanitas N° 5